ALGUNOS TEXTOS

Testimonio pictórico de José Caballero

 

Francisco Calvo Serraller

 

    […] Nacido en 1915 y fallecido en 1991, la vida y la obra de José Caballero atraviesan el siglo XX casi al completo, con lo que no es de extrañar que sea un punto de referencia esencial para el arte español de esta centuria, una de las más fecundas en este campo de toda la historia del país.

 

              […] Tras la guerra civil, Caballero fue capaz de superar las muchas dificultades que se interpusieron en el camino de quienes, precisamente por su pasado comprometido, no abandonaron el país durante la dictadura del general Franco. Lo asombroso de Caballero fue que no solo continuó, como pudo y sin desmayo, su actividad artística, sino que siguió concibiéndola en los mismos términos de innovación vanguardista con que la inició. Esto significa en primer término, que quien ya antes de la guerra se había vinculado con el surrealismo, siguió renovando su lenguaje  artístico con ilusión y sin ningún estancamiento. En este sentido, si la actividad creadora de Caballero se extendió durante sesenta años, resulta impresionante  revisar precisamente lo que realizó durante las tres últimas décadas de su vida., cuando ya era una figura consagrada dentro y fuera de España. Es, en efecto, impresionante comprobar que, durante este largo período de madurez, Caballero siguió investigando y renovando su lenguaje, atento a las inquietudes de cada momento. Lo que, sin menoscabo de su poderosa personalidad, hace tan variada y sugestiva su trayectoria.

 

[…] No es que sea raro que los buenos artistas, ya en su madurez, renueven sus primeros votos, o, si se quiere, regresen al origen , porque el avance en profundidad es vertical y nos enfrenta con la raíz de nosotros mismos, que es lo verdaderamente original, pero Caballero completa esta deambulación sobre sí mismo de una manera prodigiosamente integradora. Quiero decir que, en su obra última, esta todo  lo que hizo, incluido el principio, que es lo principal.  Minada gravemente su salud, durante los últimos años, Caballero se encerró además en la pintura, dando un sentido pleno a lo que constituye la vocación de un pintor., que es pintar hasta el final. Es emocionante contemplar ahora el cuadro  Algo camina hacia el infinito (1990), uno de los últimos cuadros que pintó antes de morir, donde está todo él, pero como si se estuviera despidiendo, brindándonos su adiós pictórico. Es él ya caminando al infinito de la pintura y estampando su autentica firma –la de su gesto-  como si de esta manera hubiera querido signar su destino como pintor. Tal fue su testamento, su testimonio.

 

Catálogo de la exposición José Caballero: Círculos y sueños, SEACEX (Sociedad Estatal para la Acción Cultural en el Exterior), Sala Subte Montevideo (Uruguay) 14 junio - 20 julio 2002, Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile (Chile), 29 agosto - 29 septiembre 2002, Centro Cultural Juan de Salazar, Asunción (Paraguay), 10 octubre - 29 noviembre 2002, Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires (Argentina), 18 diciembre 2002 - 26 enero 2003, Queen Sofía Spanish Institute, Nueva York (EEUU) , 27 febrero - 10 abril 2003, Sala Santa María La Rica, Alcalá de Henares (España), 20 mayo - 10 julio 2003. pp. 41-43.

 

La reinvención de José Caballero.

Francisco Calvo Serraller


    Hace treinta y tres años, en 1977, tuve el privilegio de conocer personalmente a José Caballero y a su mujer, María Fernanda Thomás de Carranza.  La razón de este encuentro fue preparar la exposición monográfica que tuvo lugar ese año en la Galería Multitud de Madrid con el título El taller de José Caballero: 1931-1977; o sea: una muestra retrospectiva que abarcó selectivamente cuarenta y seis años de su trayectoria, pero sin olvidar el momento presente, porque el conjunto de lo exhibido entonces se cerraba con la edición de una carpeta de obra gráfica sobre el tema Propuesta para una bandera andaluza,  acompañada por un texto del escritor José Manuel Caballero Bonald. El designio de la Galería Multitud fue, durante el lustro de su existencia, recuperar la memoria de los artistas españoles que habían comenzado a despuntar antes de la guerra civil, la mayoría de los cuales, por una razón o por otra, habían sido postergados, incluso hasta, en algunos casos, haberse hundido en un total olvido. Unos habían muerto, jovencísimos,  durante la guerra; otros, debieron exiliarse durante o al terminar el conflicto; algunos más, sintiéndose asfixiados, se fueron marchando durante la durísima y alargada posguerra, y, por último, hubo también no pocos que tuvieron que afrontar la travesía del desierto de lo que se dio en llamar el “exilio interior”, que es como decir sobrevivir a duras penas en el país, pero con la sensación de estar al margen o marginado. Nadie, sin embargo, elige morir, marcharse o quedarse, sino que se encuentra con ello. Fuera cual fuera la situación de cada cual en aquellos años de tribulación hubo algo más que anudó su destino: que fueron borrados del mapa, por lo menos, hasta los años del fin del franquismo y el inicio de la transición democrática.


    José Caballero, que había nacido en Huelva en 1915 y se había instalado en Madrid justo en vísperas de la proclamación de la Segunda República, formó parte activa de la élite cultural española de vanguardia de aquellos años tan cargados de ilusiones y energías. Amigo íntimo y colaborador de Federico García Lorca, trágico epítome de esa juvenil efervescencia creadora, formada por una grey de intelectuales, artistas, escritores y científicos, José Caballero, con apenas veinte años, se convirtió rápidamente en uno de los más brillantes representantes del surrealismo español. No le duró mucho la alegría, porque muy pronto le cayó encima la losa de la guerra civil. Así y con todo, en los apenas cinco años que duró la segunda república en estado de relativa paz, Caballero logró hacerse un nombre en los círculos vanguardistas y además demostró su versatilidad creativa, de la que dará cumplida cuenta hasta su muerte. Es verdad que ya pudo morir o ser matado, sobre todo,  al comienzo del alzamiento militar de 1936 contra la república y por razones muy parejas a las que llevó ante el pelotón de fusilamiento a su amigo García Lorca, pues como a él le sorprendió la guerra en Huelva, que vivió muy parecidas circunstancias de “descontrol” que Granada, pero, en su caso, logró salvarse, primero, haciéndose invisible y, luego, esfumándose en Sevilla, donde halló la protección de amigos influyentes. Evidentemente, como tantos otros, su supervivencia en un medio hostil exigió un duro peaje, cuyo anecdotario es cruel e injusto airear, sobre todo, si se malinterpreta por ignorancia o mala fe, como, a veces, se ha hecho. En cualquier caso, es muy significativo que José Caballero tuviera prácticamente que abandonar su actividad como pintor durante la década de 1940 y, pasada esta horrible década, tuviera que “reinventarse” en la siguiente como de nuevas.

 

Todo lo que he ido apuntando sin demasiado detalle hasta ahora está escrito, no obstante, para comentar el sentido de la presente exposición, que no sólo trata precisamente acerca de esta reinvención de Caballero a partir de la década de 1950, sino desde una perspectiva muy poco y tangencialmente abordada hasta ahora: su obra sobre papel. En efecto, es a partir de entonces cuando José Caballero realmente madura como pintor y la obra sobre papel desempeña un papel decisivo para culminar tan arduo proceso. Este proceso de reinvención de José Caballero se ha simplificado, no sin cierta lógica, al de la ruptura con el surrealismo, movimiento de entreguerras que cuajó con fuerza en España, como así lo corrobora el nutrido plantel de surrealistas españoles con “mando en plaza” en París, entre los que se cuentan, no sólo Miró y Dalí, figuras capitales del surrealismo internacional durante sucesivamente las décadas de los veinte y los treinta, sino Luis Buñuel, que, con la colaboración de Dalí, llevó a cabo los primeros filmes surrealistas, y otros nombres, comparativamente menos célebres, pero que también se integraron en el grupo parisino de Breton, como Óscar Domínguez, Esteban Francés y Remedios Varo. Por otra parte, aunque no formase parte del grupo, Pablo Picasso fue muy tenido en cuenta y admirado por los surrealistas. Es lógico, por tanto, que en la España de la segunda república se multiplicasen los seguidores del surrealismo, un movimiento que se acoplaba muy bien con las raíces antropológicas y culturales del país, pero que, además, por el énfasis del compromiso político que le caracterizaba, se avenía a la perfección con el clima de agitación que se vivía aquí en esos años. En este sentido, José Caballero no fue una excepción. De todas formas, Caballero, que empezó a despuntar a comienzos de los treinta, fue también sensible a los postulados defendidos por Alberto Sánchez y Benjamín Palencia, cuando, a través de la Escuela de Vallecas, intentaron promover un vanguardismo realizado en España. De esta manera, aunque es correcto definir la obra del primer José Caballero como surrealista, extender esta etiqueta para clasificar su trabajo plástico entre 1930 y 1950 exige no pocos matices, además del antes consignado de la “nacionalización” de la vanguardia, incluida la surrealista. Algo parecido le ocurrió a los miembros de la poética Generación del 27, los cuales, con García Lorca a la cabeza, sintieron fascinación por algunos rasgos del surrealismo, pero sin implicar al respecto militancia alguna. Esta fue la razón principal de la polémica entre García Lorca y Dalí. De manera que el surrealismo de Caballero, como el de Maruja Mallo, Benjamín Palencia, Alberto Sánchez o Luis Castellanos, tampoco fue el de un seguimiento ortodoxo de las directrices parisinas.

 
    Por otra parte, no se puede obviar el peso que Daniel Vázquez Díaz tuvo en la formación artística de Caballero, un peso luego reforzado por el ejemplo del Joaquín Torres García constructivista en su paso por Madrid en los años treinta. En todo caso, la guerra civil abrió una brecha en el desenvolvimiento del vanguardismo español y afectó de una manera muy brutal y directa a quienes permanecieron en el país tras la victoria franquista. José Caballero padeció esta tragedia hasta el punto de interrumpir su carrera como pintor durante prácticamente toda la década de los cuarenta. Es cierto que, durante este periodo de intimidación y desconcierto, Caballero, como no podía ser menos, en sus dibujos e ilustraciones, continúa con el estilo surrealizante de la década anterior, pero, con la interrupción bélica de por medio y las cortapisas de la posguerra, no estoy seguro de que se pueda definir taxativamente su obra como surrealista, o, si se quiere, sólo de una forma contrafactual; esto es: sólo conjeturando, de no haber ocurrido lo que ocurrió, qué o cómo se habría decantado la obra de Caballero. Lo que quiero decir es que, fueran cuales fueran el clima, los temas y elementos surrealizantes, no pudieron fraguar en su obra de una manera plena y rotunda, ni antes, ni inmediatamente después de la guerra civil.

 

Desde mi punto de vista, el desarrollo artístico de José Caballero fue abruptamente interrumpido entre 1936 y 1950, casi quince años en los que, salvo puntuales colaboraciones, volcó lo central de su actividad en el teatro y el cine, algo, por otra parte, que no podemos minusvalorar en absoluto porque su contribución en este campo fue formidable durante toda su vida. En todo caso, era ésta una actividad más rentable en una época de absoluta penuria y, sobre todo, donde la presión ideológica no era tan atosigante. Podemos, en suma, afirmar que José Caballero no tuvo la oportunidad de madurar artísticamente hasta cuando debió reinventarse como pintor.

 

    El desencadenante externo para esta recuperación plena de lo pictórico fue el cambio de actitud del régimen franquista en relación con las artes. A comienzos de los años cincuenta, el inicio de la guerra fría propició el reconocimiento de facto por parte de las potencias occidentales de la dictadura, que, por su parte, “dulcificó” hacia afuera su imagen cultural, sobre todo, en el terreno menos comprometido de las artes plásticas. En este sentido, el regreso de los embajadores a Madrid, propició el fin del asfixiante aislamiento de España, haciendo un poco más porosa su frontera exterior. Fruto de este nuevo clima fue, por ejemplo, la creación de la Bienal Hispanoamericana, gestionada por los intelectuales de Falange más cosmopolitas, y, con esta iniciativa oficial, la animación de iniciativas privadas en esta misma dirección. Es significativo que, a partir de ese momento, artistas hasta entonces considerados desafectos al régimen o, cuanto menos, sospechosos de serlo, por no hablar ya de las nuevas generaciones surgidas tras la guerra civil, dejaran de estar sometidos a una cuarentena, implícita o explícita. Entre ellos, se encontró José Caballero, cuya participación como pintor también comenzó a ser requerida y a ser tratada sin la prevención anterior, lo cual estimuló esa voluntad de reinventarse a la que hemos aludido. De todas formas, aunque Caballero recobrase, por así decirlo, las ilusiones perdidas, el proceso de reencuentro consigo mismo como pintor no fue fácil, ni inmediato. Poco a poco, soltó el lastre de su surrealismo residual, y, en general, de las referencias figurativas. Estuvo un tiempo todavía atrapado en los entramados lineales, no completando el paso de lo dibujístico a lo pictórico hasta casi doblado el ecuador de esta década de los cincuenta. En cualquier caso, los primeros tanteos pictóricos los llevó a cabo con témpera sobre papel, lo que nos da una idea de la importancia que siempre tuvo esta técnica en la obra de Caballero, que concluyó esta década con cuadros al óleo de una orientación ya marcadamente “abstracta”. Éste fue el camino por el que optaron la mayoría de los artistas españoles con inquietudes vanguardistas, los cuales, al margen de cuál hubiera sido su generación, y, por tanto, sus respectivas motivaciones concretas, lo recorrieron, como Caballero, cobrando impulso en el trampolín surrealista y, salvo unas pocas excepciones, madurando su lenguaje abstracto en la segunda mitad de la referida década de los cincuenta.

 

    La obra pictórica abstracta de Caballero poseyó, no obstante, un conjunto de ingredientes propios, que aludían a su peculiar trayectoria. Materico o gestual, el informalismo español, sobre todo, de los artistas emergentes se zambulló en la mítica memoria de la prestigiosa Escuela Española, pero Caballero no podía borrar de un plumazo enseñanzas y experiencias muy profundamente vividas. Entre ellas estaba las ya antes mencionadas de Vázquez Díaz y Torres García, a las que se unió el impacto que recibió del arte italiano, antiguo y contemporáneo, contemplado en directo tras un viaje realizado en los años cuarenta, uno de los pocos episodios gratos y fecundos de esta desoladora década. Como vemos, todas estas influencias o incitaciones, muy congruentes entre sí, fueron amasando el estilo pictórico de la madurez de José Caballero, que logró salir del atolladero del surrealismo y que logró asimismo domeñar su innata tendencia a lo barroquizante. Lo que, por lo demás, tuviera de “clásico” esta amalgama, muy del gusto de Eugenio D’Ors, no fue incompatible con un espíritu moderno, pues todo estaba anudado en el troquel del cubismo, el constructivismo y el clasicismo novecentista italiano.

 

    Pero hubo otros materiales artísticos en la retorta que sustrajeron al resultado de un cariz pulcro, analítico y hasta presumiblemente académico. En este sentido, yo creo que aportó también su grano de sal el ejemplo de Paul Klee, muy mirado en la segunda mitad de los años cuarenta y comienzos de las cincuenta por artistas que, como Caballero, querían librarse de la impronta surrealista, pero sin por ello renunciar al sentido del misterio,.
En Klee se daba además el sentido de lo dibujistico, de una caligrafía afilada, y la ligereza e intimidad del papel, con los que José Caballero debía sentirse afín.

 

    Sea como sea, aunque este retorno o reinvención pictóricos de Caballero fueron tomando cuerpo a lo largo de la década de los cincuenta, donde las circunstancias materiales se fueron tornando más favorables para ello, debemos insistir en que el proceso no se consumó sin más, como por un súbito ensalmo. Hay estos años mucho de exploración, con su cola de ensayos y tentativas, hasta que Caballero logre enterrar o, mejor, soterrar los residuos figurativos, que, por otra parte, van tomando, mientras duraron, un sentido simbólico más rotundo y personal, donde se mezclan la presencia de la silueta femenina, la de los gallos o, en general, diversos elementos de la fiesta taurina. Pero la culminación de este proceso no puede tener una datación más precisa que la reconquista de un punto de equilibrio, donde no sólo pasado y presente se fusionan, sino, sobre todo, cuando se alcanza eso que permite que la pintura, de repente, se haga viable. Pues bien, para mí, ese momento sin fecha es el estado de madurez personal y artística que alcanzó José Caballero en lo sucesivo, pasara lo que pasase a él o a su entorno. Es cierto que la pintura es un acontecer y, como tal, algo siempre cargado de dramatismo, como la vida misma. Nadie puede evitar que las cosas pasen, pero el estado de gracia es saber que lo único que puedes hacer con ellas es darle una respuesta personal. Ser responsable. La genuina respuesta de un artista es silenciosa: es su obra. Cuando conocí personalmente a José Caballero, como apunté al principio de este escrito, hace treinta y tres años, en plena transición española, ya llevaba sobre sus espaldas casi medio siglo de producción artística y aún continuó trabajando durante catorce años más. Han transcurrido diecinueve años desde su fallecimiento, el lapso de tiempo para percatamos cómo todas las piezas encajan en busca del porvenir.  José Caballero no sólo logró sobrevivir a la noche oscura de España sino que aportó su luz. Porque reinventarse es la iluminación de los artistas, que lo son  de una vez y hasta el final.

 

Catálogo de la exposición individual “José Caballero: Caminos de Papel, 1951-1991”, Circulo de Bellas Artes, Madrid, febrero-abril de 2011,  pp. 21-25.

 

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